ELENA

ELENA Autora: Polymnia (Presentado en el concurso de cuentos de Metrovías bajo este seudónimo) Elena viajaba a su trabajo todas las mañanas como tantos miles de empleados de esta ciudad. Parecía que iba a ser uno más de una extensa sucesión de días grises. Salió de su casa como era costumbre, sin desayunar, a medio peinar y sin maquillaje, la billetera, las llaves y el monedero en la mano. Llegó a tomar el colectivo, sin sospechar que a diez cuadras, gracias a un desperfecto, la abandonaría cruelmente. Se desesperó, buscó un taxi pero no encontró uno libre que pudiera salvarla de la tardanza. Consiguió retomar su rumbo, pensó que lo peor había pasado, y una leve sonrisa la iluminó. El andén era un inmenso mar de rostros, pudo descubrir entre tantos, unos ojos verdes que la miraban con insistencia y la hicieron sentir halagada e incómoda. En la casi imposible tarea de subir se encontraron accidentalmente presos de una intimidad inusitada, casi grotesca. Elena pudo sentir su respiración invadiéndola, la tibieza cercana de su cuerpo, su agradable perfume, la pequeña mancha en la corbata que intentaba disimular con el alfiler. La camisa arrugada, y la falta de alianza, le hicieron sospechar que era soltero. Notó que llevaba el cabello peinado hacia delante para ocultar una inminente calvicie, era joven, de unos treinta años quizás. Por un descuido él le rozó su brazo y en aquel momento pudo percibir la suavidad de aquella piel extraña y cálida… Gerardo salía todas las mañanas hacia su estudio, dejando atrás un remolino que más tarde, gracias a la tarea de María, simulaba ser un lugar habitable. Como siempre, corrió hasta la estación de subte y con dificultad pudo encontrar un sitio donde esperar. Mientras por su mente corrían expedientes y escritos, la vio pasar: de cabello oscuro y profundos ojos grises; ella lo miró sin mirarlo, Pero, Gerardo, olvidándose de papeles y reuniones no pudo más que observarla. Ella revisó varias veces su reloj, él dedujo que llegaba tarde; y casi como un deseo cumplido sin querer, sorpresivamente estaban juntos; Gerardo empezó a recorrerla lentamente con la mirada, el cabello ondulado que caía sobre sus hombros, esos enigmáticos ojos grises, el cuerpo de una musa escapada del monte Helicón. Gracias a la brevedad que los separaba pudo percibir su perfume suave y casi inconscientemente le rozó el brazo sintiendo así la vibrante frescura de su piel. Se fastidió pensando la injusta situación que estaba viviendo, sentía deseos de hablarle pero cualquier cosa que dijera sería inapropiada. Las estaciones se sucedían una tras otra, cual mudos testigos de ese encuentro, tan sólo un milagro podría hacer que esas dos almas solitarias pudieran llegar más allá de una simple coincidencia. Gerardo arribó a destino, con el corazón anhelante y el deseo de que su musa lo siguiese, que le confesara que estaba sintiendo lo mismo a pesar de ser dos desconocidos. Pero no se cumplió lo que ansiaba, con desilusión vio como esos ojos grises se alejaban quizás para siempre. Al día siguiente Elena y Gerardo se buscaron pero ya no se encontraron. Con el tiempo el andén otra vez se convirtió en el mar de rostros indescifrables que cruzaban cada mañana camino al trabajo. Sus rutinas volvieron a ser las que eran, como las de tantos “Elena” y “Gerardo” en esta inmensa ciudad que están destinados a encontrarse y perderse en un mismo instante.

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